Foto: María Griselda García Cuerva
Era una perra negra y blanca, y muy dulce, se llamaba Picaza. Sus dueños habían viajado y yo la cuidaba. Estaba enferma, pero a pesar de eso no dejaba de acariciar mi alma, su cariño nutría mi vida. El tiempo transcurría y su salud se agravaba, la veterinaria decía que su estado no era bueno y su avanzada edad era otro gran obstáculo. Sin embargo, todos los días me recibía moviendo su cola y apoyaba una de sus patas en mis manos. Sus últimas horas fueron muy tristes, ya no podía pararse, solo movilizaba sus miembros anteriores. No obstante, nunca dejó de brindarme su cariño, con solo mirarme, me iluminaba.
El día que regresaron sus amos, Picaza también movió su cola, pero después de verlos, inclinó su cabeza hacia un costado y decidió dejar este mundo, su lealtad le había permitido sobrevivir hasta ese momento, no quería partir sin despedirse.
domingo, 11 de julio de 2010
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Lo importante es que esta perrita fue muy amada. Es increíble cómo los animalitos te demuestran su amor.
ResponderEliminarYa lo creo, Alicia. Gracias por pasar.
ResponderEliminarCariños
¡Qué dulce y qué fiel! Pobrecita, un relato que conmueve.
ResponderEliminarUn abrazo.
Silvia
Los animales son maravillosos, Griselda, me hiciste llorar con tu relato.
ResponderEliminarUn beso.
Virginia
Gracias, Silvia y Virginia.
ResponderEliminarSon como uno mas de la flia. entiendo tu dolor
ResponderEliminarGracias por leer y comentar.
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