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Era una perra negra y blanca, y muy dulce, se llamaba Picaza. Sus dueños habían viajado y yo la cuidaba. Estaba enferma, pero a pesar de eso no dejaba de acariciar mi alma, su cariño nutría mi vida. El tiempo transcurría y su salud se agravaba, la veterinaria decía que su estado no era bueno y su avanzada edad era otro gran obstáculo. Sin embargo, todos los días me recibía moviendo su cola y apoyaba una de sus patas en mis manos. Sus últimas horas fueron muy tristes, ya no podía pararse, solo movilizaba sus miembros anteriores. No obstante, nunca dejó de brindarme su cariño, con solo mirarme, me iluminaba.
El día que regresaron sus amos, Picaza también movió su cola, pero después de verlos, inclinó su cabeza hacia un costado y decidió dejar este mundo, su lealtad le había permitido sobrevivir hasta ese momento, no quería partir sin despedirse.